miércoles, 30 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte trece)

Y llegó la maldita policía

-Entré una vez a un cine porno de Santos, era el Praia Palace.- Cuenta con tristeza Raul. - Miré en la platea para ver si veía algo que me interesara. El único hombre que se destacaba, era uno de cabellos ya grises, gordito, de algunos años más que yo, pero muy elegante, vestido con pantalón oscuro y pulóver claro. Me senté cerca de él. Hicimos contacto visual y entonces me acerqué, me senté a su lado y nos agarramos de la mano. Fue todo lo que pudimos hacer.

Por detrás de nosotros oímos alguien que nos intimaba a salir de la sala. Cuando miramos, vimos que nos apuntaba con una pistola. Una vez afuera de la sala, en el hall de entrada del cine, nos pide los documentos. Entregamos nuestras identificaciones. Al policía le brillaron los ojos de satisfacción. En el mismo momento que entregamos los documentos yo me di cuenta que el hombre que estaba conmigo no era alguien del montón. Yo ya estaba habituado, por mi trabajo en el aeropuerto, a ver aquellas identificaciones. El hombre estaba sumamente nervioso. Se veía que lo estaba pasando mal.

El policía se identifico con una credencial que, ahora, supongo falsa, pero en la época me pareció auténtica. Había un segundo hombre con él, negro, que ni siquiera se identificó. El primero comenzó a hablar con el segundo y le decía:

-Vamos a llevarlas a la celda de la comisaría, para que allí se cojan entre ellas…

Y salimos caminando por la Avenida Ana Costa, una avenida muy comercial de Santos. Caminábamos en medio de una multitud y él seguía hablando bien alto, para que todos escuchen cómo nos insultaba.

Mi compañero sugirió que entrásemos en un bar, para hablar. Entramos y, ya instalados, preguntó:

-¿Qué podemos hacer para que nos dejen ir?

El policía directamente nos pidió plata, pero nos pidió una cantidad escandalosa, casi absurda. Si no le entregábamos esa suma nos llevaría presos. Yo avisé que tenía muy poca plata en mi cuenta de banco. Mi compañero negoció y arregló entregar la mitad de lo que pedían. Él se haría cargo de mi parte también.

Caminamos unas cinco cuadras en silencio; ya no nos insultaba. Fuimos hasta un cajero automático. Yo saqué todo lo que tenía, que no era nada comparando con lo que pedían, y lo entregué. Y el hombre también le entregó su dinero, muchísimo, su parte y la mía, que extrajo de dos cuentas bancarias diferentes. Finalmente, con toda nuestra plata, nos dijo que caminemos por la misma avenida, sin mirar para atrás.

Obedecimos. Unos minutos después, casi llegando a la playa, tomamos coraje y miramos para atrás y ya no estaban. Más tranquilos seguimos conversando. El hombre, que era coronel de la aeronáutica, me ofreció devolverme el dinero que yo había entregado. Pero yo no acepté. Me contó entonces que tenía familia, mujer, hijas y nietos y no podía permitirse, ni por la familia ni por el trabajo, tener una entrada en la policía por haber sido sorprendido en un lugar como el cine en cuestión.

Cuando recuperamos el ánimo, decidimos seguir cada uno nuestro camino. Yo me volví a San Pablo. No sin antes intercambiar un modo de estar en contacto. A pesar de la violencia de lo sucedido, nuestro deseo no se iba a modificar. Nos volvimos a ver algunas veces. Era un hombre muy educado, hermoso, con una buena cultura. Incluso, a pesar ser militar, tenía una mentalidad abierta. Y, la mejor sorpresa de todas, era bien dotado y activo, que era lo que más me interesaba.

Un año después yo estaba en mi trabajo en el aeropuerto y él llegó, acompañado de su familia, y me tocó atenderlo en su salida rumbo a Europa, ya que yo me ocupaba de, entre otras cosas, atender a las autoridades que viajaban -concluye Raul-.

(Continuará)

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