En el pueblo, como en todo pueblo, se sabía quiénes eran gays, pero
de eso no se hablaba en voz alta: la palabra puto se susurraba al oído como un
secreto mal guardado. Eran muy pocos los que se animaban a asumirse
públicamente. Como Norberto, quien en rueda de amigos un día se animó. O se le
escapó.
En un almuerzo de trabajo, un mediodía en que llovía parejo, uno de
los presentes, acudiendo a un lugar común comentó:
– ¡Qué buena tarde para estar
cogiéndose a alguien!
A lo que Norberto, sin ponerse colorado, retrucó:
– ¡O para que te estén cogiendo!
Si bien a Norberto era amanerado, nadie la faltaba el respeto (al
menos en público), y hasta una vez un amigo, hablando de sus maneras, llegó a
decir:
– No, no es puto, es un tipo fino.
Una mañana caminaba con mi amigo Charlie por la avenida de las
palmeras, y al pasar frente a una peluquería comentó:
– Ese peluquero tiene el mejor culo
del pueblo.
– ¿Y vos como sabés? – pregunté sorprendido, ya que mi amigo es uno
de esos héteros irreductibles que todavía quedan.
– Me contaron.
Seguimos caminando en silencio, y ya no hablamos del tema. Varios
años después, recordé la frase elogiosa sobre el culo del peluquero, y una
tarde me llegué hasta su peluquería con la excusa de cortarme el pelo, pero con
la secreta esperanza de que algo pase. Llegué cuando la tarde se hacía
crepúsculo. Para mí sorpresa el lugar estaba muy poblado, gente conocida que se
cortaba el pelo allí y otros que sólo estaban allí para mirar la televisión.
Esperé mi turno, pero el peluquero,
dueño del mejor culo del pueblo, al decir de mi amigo, me indicó al instante el
asiento más alejado del resto de la gente y comenzó a prepararse para un corte.
Le comenté que había otros antes que yo, pero el peluquero me aclaró:
– No, ellos están de paso, son amigos
de la casa.
Me senté, dejé que me coloque la protección para evitar que el pelo
caiga sobre la ropa y le indiqué como quería el corte. Comenzó a realizar el
trabajo y, como todo peluquero, inició una charla intrascendente. El resto de
los presentes nos daban la espalda, mirando hacia el televisor. Yo respondía de
manera escueta pero atenta. De ninguna manera quería que se notase que había
ido con segundas intenciones; en especial, porque uno de los presentes era mi
vecino, padre prolífico y profesional reconocido en el pueblo. A pesar de la
situación desfavorable, el peluquero recurrió a uno de los más viejos de los
ardides eróticos. Y haciéndose el distraído, mientras miraba hacia el resto de
los presentes, cerciorándose que no estuvieran mirando hacia nosotros, me apoyó
la pija en el brazo. Yo, que había ido con esa intención, lo dejé hacer: ni lo
rechacé, ni moví un pelo. Cambió de lado, y de espaldas al resto que no podía
verlo, me siguió apoyando en el otro brazo. Yo seguía sin dar señales de la
recepción del masaje erótico en el brazo, sólo lo dejaba hacer. Luego se puso
por detrás, siguió cortando y siguió con la charla banal. Cuando regresó a la
primera posición, volviendo a apoyarme la pija, sin darle tiempo a que
reaccione, pasé mi mano por entre sus piernas y le agarré con firmeza el culo.
Se puso nervioso y con la mirada me indicó que quería que lo suelte. Lo hice,
terminó el corte, pagué y me fui. Los parroquianos imperturbables seguían allí
como hipnotizados por al aparato de TV.
Como
era de esperar me quedé un poco loco, pero tenía mi estrategia. Había memorizado
la hora de cierre y unos minutos antes volví a entrar en la peluquería.
– No encuentro la agenda, – dije – ¿no
quedó por acá?
– Me parece que no – respondió el peluquero–. ¿Si querés
la buscamos?
Yo miré hacia todos lados confirmando que no hubiera nadie. Vi una
puerta en el fondo entreabierta, y pregunté si había alguien allí.
– No ya se fueron todos, allí tengo un
pequeño office - respondió.
– Si no queda nadie, yo tampoco perdí ninguna agenda. Vine a
proponerte terminar lo que empezamos antes. ¿Te parece?
– Claro. Esperá un minuto.
Cerró con llave, apagó las luces del salón y encendió unas que se
dirigían hacia la vidriera espejada, impidiendo que se viera desde afuera. Todo
el procedimiento parecía mecánico, como algo que lo había hecho miles de veces.
Volvió hasta donde estaba yo, y sin decir agua va, comenzó a besarme. Si me
había interesado en el peluquero era porque su generosa masa corporal me
cautivaba definitivamente. Pero el hecho de estar allí, en el mismo salón,
protegidos sólo por las luces me dio temor.
– ¿No se ve desde afuera? – me
inquieté.
– No, quedate tranquilo, yo lo comprobé. No es la primera vez, y te
aseguro, no se ve nada.
Entre besos furiosos nos sacamos la ropa. Y ahí comprobé que desnudo
era mucho más hermoso de lo que imaginaba. Recorrimos todo el repertorio sexual
sin saltearnos una sola pieza. Después de los bises, cuando me estaba yendo, le
prometí que volvería. Me dio su teléfono, para que combine antes de ir, para
que no haya gente que pueda sospechar. Con el tiempo lo vi varias veces,
incluso seguí cortándome el pelo allí. En una oportunidad, mi vecino estaba
otra vez allí, mirando televisión. Cuando después de esa oportunidad nos
volvimos a ver a solas, mi peluquero me comentó:
– Tu vecino está intrigado, dice que
por qué se te ve tan seguido por acá.
– Vengo a cortarme el pelo. ¿O no? ¿Y el por qué
pregunta? ¿Está celoso?
– Un poco. Hace años que nos vemos, y ahora piensa que
lo voy a dejar por vos.
– Decile que se quede tranquilo– respondí la última vez
que lo vi.
Al tiempo me vine a Buenos Aires y ya no lo volví ver. Supongo que
mi ex vecino se alivió. Yo lo que puedo afirmar con total seguridad es que mi
amigo Charlie estaba en lo cierto: culos como el del peluquero se ven, se tocan
y se gozan pocas veces en la vida.