miércoles, 27 de febrero de 2013

Dos curas y un obispo



En el mundo de los Osos supe que nada es un compartimiento estanco. Hay Osos que son gays y viven solos, hay otros viven en pareja cerrada, en pareja abierta, en tríos, cuartetos. Están los que siguen viviendo con sus padres. Algunos conviven con sus parejas, otros no, viven en casas separadas. Hay Osos que son casados y bisexuales, y que, de vez en cuando o muy frecuentemente, se llegan a los lugares donde saben que pueden satisfacer su costado homosexual. Hay Osos casados sin hijos, con hijos, con nietos, viviendo con sus esposas o sólo con sus hijos. Hay algunos que no lo hablan con sus ex esposas e hijos, otros que lo hablan con sus esposas y estas lo aceptan. Pero la mayoría llega a las fiestas de Osos tratando de no ser visto. Hemos hecho fiestas en lugares alejados del circuito y el público es totalmente diferente a cuando nuestras fiestas se hacen en boliches del circuito gay. Muchos Osos prefieren otros lugares de encuentro, como saunas o cines, que brindan mayor discreción. Pero los “casados”, los “bi”, los que temen perder su empleo si se conoce su identidad sexual, los que no se animan a hablarlo en sus familias, no son los únicos que buscan nuestra fiestas como refugio.



Cuando empecé a frecuentar las primeras fiestas de Osos me crucé con un ex compañero de seminario, Roberto, a quien había visto ya ordenado sacerdote. Lo saludé y no me reconoció. Le dije mi nombre, y entonces sí: habían pasado veinte años y yo estaba muy distinto. Yo estaba con amigos, que había ido conociendo en mis primeras incursiones en el mundo osuno. Él se quedó en la rueda y entonces me preguntó:
– ¿Vos también te dedicás a la psicología?
– No– respondí. Y la charla se cortó de golpe.
Nos despedimos, y quedamos de seguir conversando más tarde.
En un momento en que yo estaba solo, se me acercó. Y me dijo:
– Boludo, yo pensé que entendías la pregunta. ¿Seguís siendo cura?
– No. No me ordené. ¿Vos seguís siendo cura?
– Claro.
– Ah. Y ¿siempre venís acá?
– Sí, cuando estoy en el país. Viajo mucho.
(Me acordé de Edgardo – mi compañero que no se movía de ahí, de acuerdo a lo aprendido con Parménides–,  que al año de estar ordenado cura, ya viajaba a Europa, con la excusa de conocer el Vaticano).
– ¿Y no tenés miedo de que te vean? – pregunté.
– Si me ven acá están en la misma que yo, y si no está todo bien. Esperá –
Se fue unos minutos y regresó acompañado.
– Te presento a mi hermana, Mario, es párroco, y él es su pareja. – el femenino
 ya no me sorprendía.
– Mucho gusto – dije algo cohibido.
– ¿Todo bien? – preguntó Roberto.
– Sí. Sólo que no me imaginé que podía encontrarlos acá.
– Mirá. La mayoría de los curas no se anima, y viven torturados toda su vida. Por otro lado hay gente valiosa que no se animó a ordenarse cura porque no pudo manejar su tema. ¿Te acordás del Osito, tú con– diocesano?
– Sí, por supuesto – respondí. Como olvidarlo. Un compañero del seminario al que le decíamos el Osito: lo recordaba con pelos y señales.
– Bueno, él no se animó a ordenarse y es un tipo valiosísimo. ¿Y vos? ¿Por qué no te ordenaste?
– Por varios motivos. Principalmente porque no me sentí más parte de una institución tan ligada a los genocidas de la dictadura. Por su complicidad histórica con toda forma de maldad. Le dicen a la gente que el reino de los cielos es de los pobres y los curas sólo piensan en el cero kilómetro y el viaje a Europa. No me cerraba la doble vida en lo material, y tampoco en lo sexual. Era demasiado doble discurso: predican el celibato y cogen como conejos; le piden a la gente fidelidad en sus matrimonios y los curas pueden jugar al “Seis grados de separación”, y en menos de tres pasos, seguro que aparece con quien cogieron.
– Sí, pero alguien tiene que hacer el trabajo– fue su respuesta. Y dimos por terminada la charla.
A Roberto lo veo de vez en cuando en alguna fiesta. La última vez se me acercó y me dijo al oído.
            – Si hubiese sabido en el seminario que eras del gremio, no te perdonaba la vida. Estabas refuerte de pendejo.

            Pero los hombres de Dios no sólo frecuentan las fiestas gays. También las patrocinan.
Cada vez que necesitamos encontrar un lugar bien grande para hacer nuestras fiestas de Osos, debemos recorrer numerosos locales: boliches, teatros, salones de fiesta, etc. En una oportunidad nos hablaron de un lugar bien amplio, en pleno centro. Lo fuimos a ver y nuestra sorpresa no fue menor: el lugar estaba lleno de imágenes religiosas. Nos presentamos debidamente, aclarando que somos una asociación de varones homosexuales y consultamos sí, de todos modos, sería posible que nos alquilaran el lugar.
– Sí. ¿Cuál sería el problema? –preguntó uno de los encargados.
– No. Es que vemos tanta imagen religiosa, y tal vez podían no estar de acuerdo con nuestro estilo de vida– respondimos.
– ¿Van a pagar el alquiler?
– Claro.
– Entonces no hay problema.
– Bueno –insistimos –, es que en nuestras fiestas nos expresamos libremente. Es decir: nos besamos, nos abrazamos, y además, por lo general hay una sección que llamamos dark room, y ahí pasa de todo.
– Bien. ¿Cuál es el problema?
Hicimos la fiesta y, como es nuestra costumbre, también tuvo su cuarto oscuro. El espléndido salón antiguamente fue una fundación católica (y sigue siendo propiedad de la Iglesia) y su mentor era el asesor espiritual de la Liga Patriótica, aquel grupo de asesinos que alentados por la Iglesia Católica fusilaba obreros que reclamaban por sus derechos en los comienzos del siglo XX en la Argentina.
En esa fiesta también estuve en la puerta recibiendo a los que llegaban. Marito, un Osito con quien me une una larga amistad, al saludarme me dice.
           - ¡Cuántos recuerdos!
           - ¿Recuerdos? – quise saber más.
           - Sí, trabajé cinco años acá, en la parte administrativa, cuando era parte de la
Iglesia. Si las viejas supieran el destino que le dan al lugar se morirían.
            - ¿Qué viejas? – pregunté.
            - Las que se quedan solas con mucha plata y cuando ven que se van a morir
donan todo a esta institución y vienen a vivir en los pisos superiores donde hay habitaciones. Si supieran que sus piadosas donaciones sirven para mantener un salón donde se hacen fiestas gays no lo soportarían.

Pero Roberto y Mario no son los únicos curas que frecuentan el mundo de Osos; en realidad, los curas son parte habitual de nuestro público. En el primer capítulo ya relaté la historia de Virgilio, el sacerdote cubano que conocí en una fiesta de Osos. Es que nuestras fiestas llega gente de todo el mundo. Literalmente. Tratando de dar la bienvenida a la gente que llega a cada evento, converso con ellos y si veo que son caras nuevas, pregunto de dónde son, cómo nos conocieron, etc. Un sábado, recibiendo a la gente en la entrada de una fiesta, llega un hombre moreno, de un metro ochenta de altura con el cuerpo contundente de un vikingo. Le doy la bienvenida y, por su acento, noto que no es argentino. Me aclara que es de Colombia, y que está de paso por la ciudad.
            Más tarde, cuando ya la fiesta avanzaba, vi que el colombiano estaba sólo en la barra. Me acerqué y comencé a conversar con él. Esa noche nos fuimos juntos. Cuando estábamos al pié de la cama, se puso serio y me dijo:
– Antes que hagamos nada, tengo que decirte algo.
Yo imaginé varias hipótesis, pero no quise adelantarme y dije:
– Tranquilo. Decime.
– Soy cura. No en realidad, soy obispo. Vine a un encuentro aquí en Buenos Aires y sabía de las fiestas de Osos, y no pude con la tentación– en ese momento me vino toda mi historia pasada entre sotanas. Y también pensé que debía desarrollar una suerte de magnetismo por los Osos religiosos.
– Está todo bien. ¿Vos tenés algún problema?
– No.
– Bueno– dije, tratando de que las palabras no demoren ni anulen los hechos–. No se habla más, sacate la ropa, portate bien y arrodillate acá.


viernes, 1 de febrero de 2013

Debut en la tetera


Leer Fiestas, Baños y Exilios, el libro de Alejandro Modarelli y Flavio Rapisardi, me abrió un panorama del que tenía algunas referencias, pero desconocía en su mayoría.

Sin saber absolutamente nada acerca de la cultura de los baños públicos de encuentro sexual, llamados “teteras” en la jerga gay, durante mi adolescencia y juventud me había encontrado en más de una situación donde las insinuaciones de otros hombres en los baños públicos me generaban curiosidad y deseo, pero también duda y temor. Ser víctima de un robo o caer en la trampa de la policía, me detenían ante cada insinuación.

            Pero siempre hay una primera vez.
 
 

            Sucedió en un baño de la ex línea Sarmiento. A más de cincuenta kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Entré al baño de la estación y me encontré allí con un Oso más que interesante. Vestía ropas de trabajo y su aspecto era de lo más convencional, pelo corto, barba de dos días, la mochila al hombro. Tenía unos cuarenta y cinco años y su cuerpo grueso y redondo era un placer para mi vista. El estaba solo cuando llegué. Me desabroché el pantalón, bajé el cierre y me disponía a aliviar la vejiga, que para eso había entrado, cuando miré hacia donde él estaba y noté que no sólo miraba mi pija sino que se masturbaba con una creciente erección. Quedé sorprendido, el baño estaba vacío, pero la estación llena de gente. Sin decir palabra, se agachó rápidamente, con movimientos gatunos, y comenzó a chupármela. Pegué un salto del susto y salí del baño con bastante apuro para reunirme con las personas que viajaban conmigo. Él, en cambio, salió muy tranquilo y cuando llegó el tren, subió en el mismo vagón al que subimos mis amigos y yo. El tren venía lleno y quedamos todos separados. Cuando llegó el momento de bajar, se las ingenió para pasar muy cerca de mí y me dejó un papelito en la mano. Lo puse sin mirar en el bolsillo y seguí haciéndome el distraído.

Cuando estuve solo lo miré y vi que solamente tenía un nombre y número de teléfono. Durante unos días no me animé a llamar.

            – Holaaaaa– dijo una voz de un nene de muy pocos años del otro lado del teléfono, cuando por fin me atreví a discar el número del papel.

– Hola, ¿estaría Daniel?– pregunté un poco confundido.

– Sí, ya te paso. Chauuuu.

En aquellos años, para mí, los hombres que frecuentaban otros hombres, no incluían hijos.

– Hola.

– Hola, ¿Daniel? – pregunté.

– Sí, ¿quién habla?

– Hola, me dejaste tu teléfono el día que “nos conocimos” en el tren.

           – Ah, hola, vos llamás por el trabajo de arreglos de albañilería– dijo muy convencido.

– Claro– respondí siguiendo el juego.

– Bueno, decime la dirección y cuando puedo ir a ver el lugar.

Arreglamos un día y un horario para encontrarnos. El trabajo se lo hice yo: era insaciable. Fue todo como la imaginación más elemental podía preverlo tras la osada escena del baño: hubo desnudez, caricias, abrazos, besos, bocas recorriendo los cuerpos, penetraciones por donde dé placer.

            Cuando salíamos de casa le pregunté por quién me había atendido.

– Uno de mis hijos, no sé cual.

– ¿Y tenés muchos hijos?– le pregunté, bastante curioso.

– No, no muchos: seis.

– Ah, ¿y vivís con tu mujer?

– Sí. Cuando vuelvas a llamar, siempre decí que es por un trabajo. Soy albañil, y hago arreglos varios.

– ¿Y ella no sospecha nada?

– No sé. Cuando tengo sexo con ella siempre le pido que me ponga juguetes en el culo. Si ella sospecha algo, está bien, igual trato que se dé cuenta. Incluso a veces hablamos de invitar a un tercero a muestra cama.

– ¿Y?

– No, todavía no se anima. ¿Vos vendrías?

– No, no creo, vos sos muy lindo, pero no me gustan las mujeres.

Ya estábamos cerca de la parada de colectivos donde él tenía que esperar el suyo. Se detuvo un momento y me dijo.

            – Tengo la nena de catorce que está nueva. Si la querés, por cien pesos la estrenás.

– Te agradezco, pero no.

Lo saludé y volví sobre mis pasos. No lo volví a llamar nunca más.